Chica leyendo a Murakami en el metro
El cartel que llevaba la chica colgado al cuello ponía:
"No moleste, por favor, estoy leyendo".
Estaba leyendo un libro de Murakami. Tokio Blues.
Lo llevaba leyendo, lo llevábamos leyendo, más de dos semanas.
Como iba por la página 260, justo cuando muere el padre de Midori,
calculé que más o menos, a dos viajes de seis paradas al día,
le quedaba una semana aún para terminarlo.
Yo llevaba más de un mes poniéndome a su lado en el metro,
un poco detrás y en diagonal, para poder leer cada palabra
que entraba por sus ojos y compartirla.
Había veces que me parecía oír en su mente el eco de la misma palabra
que yo acababa de leer y entonces, sí, por un minúsculo
momento era feliz.
Antes de Murakami habíamos leído un minúsculo librito de Camilleri
sobre Caravaggio, apenas nos duró dos días,
y antes de éste los dos nos emocionamos y
hasta nos excitamos con "El viajero del siglo",
de un tal Neuman.
A mí nunca me ha gustado leer y al principio de conocerla
simplemente la observaba.
Cada día me ponía un cartel diferente para que no reparara
mucho en el demacrado rostro que no podía quitarle la vista de encima.
Me encantaba verla sumergirse en el libro que llevara,
sentir su respiración acompasarse con aquello que de pronto
vivía en su interior, con las comas y puntos que marcaban
su pensamiento, su pulso y cada latido de mi corazón
expectante a cada uno de los mínimos gestos que la historia
que sustituía a su historia le provocaba; imperceptibles para cualquiera,
pero grabados en mi mente con un cincel que también me arañaba el alma.
Aquel día, entre la tercera y cuarta parada, en la página 272,
cuando Hatsumi pregunta a Watanabe si el amor de éste es ilícito,
la chica de improviso cerró el libro sobre sus dos pulgares,
se giró y se quedó por un largo momento mirando mi cartel.
Un temblor convulso me bañó de sudor y pánico.
La chica leyó el cartel, pude oír también este eco,
y con un movimiento muy lento de su mano derecha
alzó sus gafas de sol y sus ojos para mirarme.
Eran unos ojos azules y verdes a la vez,
con la mirada más limpia que había visto nunca,
con cientos y miles de letras flotando en ella,
proyectando cada una de las historias que había leído,
que había vivido, en mi deseo de vivirlas yo con ella.
Me sonrió con dulzura y congeló por un instante infinito
su mano su mirada y su alma para que yo pudiera leer en ella,
luego acarició mi cartel y lo leyó en voz alta:
"Ya no tengo palabras". Después de eso, abrió el libro y siguió leyendo.
Durante dos días no me atreví a subir en el metro con ella,
así que me perdí buena parte de lo que quedaba de Tokio Blues.
Me limité a acudir a la tienda donde trabajaba.
Allí me parapetaba tras el escaparate e intentaba seguirla
con la mirada sin que ella lo sospechara.
En la tienda vendían carteles. De todos los tipos y con toda clase de leyendas.
La gente entraba y salía con un cartel nuevo, con una leyenda nueva,
colgado del cuello.
Cada leyenda era una vida nueva, o una forma de ser diferente para el que la portaba.
Unas eran completamente abstractas: "Ilusión",
"Espero continuamente"; otras incomprensibles:
"Dios de los azules", "Sator Arepo Tenet Opera Rotas",
y muchas, la mayoría, eran simples y repetidas nominaciones:
"Cartero", "Orador" e incluso "Pensador".
Cada cosa, pensamiento o ser que existiera en este mundo
estaba reflejado en una leyenda.
La gente cambiaba constantemente de cartel y
leyenda con la esperanza de un día encontrar una vida que
verdaderamente les valiera la pena, pero aún no se sabía de
nadie que hubiera dado con la leyenda adecuada.
Yo, por mi parte, fabricaba mis propias leyendas,
aunque bien sabía que sólo un cartel homologado podría surtir efecto,
pero también era cierto que en general hacía ya mucho que no me
interesaba nada mi vida, ni cualquier vida salvo la de aquella
mujer con la que podía vivir escasos momentos cada día
mientras leía por encima de su hombro.
Al tercer día no pude resistir más la ausencia de su eco y volví al metro
a leer con ella el último tercio de la novela.
Iba por la página 332, cuando Midori, con gafas oscuras,
como la chica de las gafas de sol que la leía, y vestida con un jersey
de color de la artemisa (soñé para siempre verla a ella vestida con ese color),
no quiere hablar conWatanabe y yo me pregunté si ella querría
volver a hablarme, a leer con su lentitud de sueño deseado
la leyenda de mi cartel, a sonreírme con esos labios que
sonreían marcando el camino de la vida que yo hubiera querido
vivir si hubiera podido escribir la leyenda "Me das paz cuando me miras",
pero mi cartel de ese día ponía "No tengo más días" y ella se giró y
me miró largamente y luego miró mi cartel y leyó con su voz de cantar
nanas a los hombres rotos: "No tengo más días" y me acarició la mejilla
y sonrió y me dijo: "¿Quieres que almorcemos en el río" y me quitó
el cartel y se quitó el cartel y bajamos en la sexta parada y fuimos
hasta el río y allí me cantó una canción que decía
"No hago otra cosa que pensar en ti" y escribió en su cartel
"Necesito que me abraces" y nos abrazamos y estuvimos así todas
nuestras vidas durante uno o dos minutos y creo que una de sus lágrimas
llegó a mis labios y entonces los dos reímos y ella me dijo no
tengo el cartel que diga "Te quiero" y me besó en los labios y a
lo lejos vi su vida, su hija, y me alegré de que fuera feliz sin necesidad
de carteles y el sol se fue,Murakami se fue, y ella se volvió
y me pidió no vuelvas, y yo le prometí que no volvería a leer
tras su hombro nunca más, no subiría nunca más en su metro
ni iría a mirarla tras los cristales y escribí en mi cartel una leyenda que decía:
"Los ecos de tus palabras fueron mi voz" y corrí a comprarme
Tokio Blues, edición de bolsillo, y empecé a escribir en los huecos
de sus páginas la vida que yo hubiera querido vivir con ella.
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